14.11.07

Capítulo 4.- La noche del encuentro


La pequeña Paquita, después de haber estado caminando durante bastantes días del caluroso verano, alimentándose con las hojas de los diminutos arbustos que crecen en algunas zonas del desierto o recibiendo pequeñas porciones de algún nutriente por parte de los habitantes de la zona en la que viajaba, y además, emulando la manera en que había visto que Don Pancho sustraía agua de los cactus para poder calmar su sed, seguía con lentitud y a paso desgarbado el curso de la esfera luminosa, que justo cuando ella despertaba aparecía por uno de sus costados produciendo en su pelaje un tenue calorcito que la reanimaba y le daba vitalidad, y que se ocultaba por el otro lado justo cuando el cansancio ya la dominaba y la obligaba a detener su marcha para descansar resguardándose en medio de algún grupo de matorrales.
Esta noche, al ir transcurriendo unos minutos de su reposo, mientras estira sus entumecidas ancas, se detiene a reflexionar con respecto a dónde estaría su papá, lo que estaría haciendo, o si pronto lo volvería a ver, al pensar en todo esto ella intenta contener la aflicción que siente en su alma debido a la separación que sufrieron a manos de los Chichimecas. La noche es fría y presagia tormenta. Lamentando su suerte, Paquita no ha dejado de llorar; sabe que está perdida y abandonada en un lugar que no conoce. De repente, estando recostada y a punto de dormirse, mirando hacia el cielo advierte que una estrella alumbra más que las otras y que su luz le produce una especie de calma y sosiego que no había sentido en noches anteriores. Como si una voz interior le animara a seguir, decide confiar en ella y emprender el camino en la dirección que le señala dicha estrella, y poniéndose en pie de nuevo, reinicia su recorrido. No se puede saber hasta que punto el destino juega parte importante en la vida de los seres vivientes, hay quienes confían más en ello y hay quienes no tanto, y hay quienes ni siquiera creen que exista y piensan que cada quien forja su futuro con cada decisión que se va tomando a diario; pero el hecho es que Paca, sin tener previa idea de todo esto, en alguna parte del camino esta noche se encuentra en un encrucijada que la conduce a tomar a la derecha o seguir en línea recta sin saber que decisión debe seleccionar. El camino se le presenta más cómodo si cruza hacia la derecha, ya que no se divisan tantas piedras y se ve que ha sido recorrido por muchos más animales antes que ella, pero otra vez decide mirar al cielo y la estrella le indica seguir en línea recta.

Esta vez ha podido sentir mucho más fuerte la voz que le dice que ese es su camino, que la anhelada felicidad se encuentra más adelante, pero en realidad ya sus desgastadas fuerzas la hacen dudar de todo. Lo único que está deseando es cobijo, el aire de la noche cada vez se ha puesto más gélido y su pelaje es insuficiente para cubrir su sensible piel. Lo poco que pudo conseguir para comer no le ha proporcionado la suficiente energía, pero su obstinación es grande, y recuerda mucho las palabras de aliento que Don Pancho le dijo que su madre mencionó en su lecho de muerte.
A pesar de su corta edad, ya lleva largo camino andado y quizás, por ser hija de uno de los burros mas taimados que se han criado en hacienda alguna, logra detectar en el viento la tormenta que se avecina y su instinto le ordena que es el momento de buscar refugio. Caminando por entre las laderas, todavía observando la ruta que la estrella le indica, se abre paso entre algunos matorrales y es cuando sucede su encuentro con el destino... Justo en un recodo de la montaña, oculta entre ramas y cactus se ubica una iglesia abandonada. Esta iglesia había pertenecido al encomendado Don Gonzalo Quevedo, caballero de la orden de San Lázaro, dueño de tres mil indios, con acceso a la corte del Virrey y a los mejores salones de México, que durante mas de treinta años había explotado las minas de plata y que había sido abandonada cuando el español después de haber sustraído toda la plata que pudo de las minas se fue dejando en el abandono todo lo demás.
Maltrecha por los golpes de las piedras y el roce con los cardos, la burrita, sin saber realmente dónde ha ido a parar, se trepa por los escalones desiguales del recinto; sus cascos sin herraduras van retumbando sobre las losas y arrancan ecos que se pierden en las profundidades de las naves vacías. Pocos conocen la historia que encierran esas casi desnudas paredes, nadie recuerda los retablos que las cubrían y que se dice eran obra del famoso Juan Correa, el mismo que a finales del siglo XVII realizó las pinturas de la sacristía de la Catedral de México; piadosas figuras que alguna vez inspiraron la devoción de los fieles y exaltaban el trágico camino del Calvario; se dice que aquí habían figuras de santos de escultores famosos y que hasta una imagen del Señor de Santa Rosa, traída de Barcelona, España, se podía ver en su interior. Paca contempla desconcertada algunas figuras que aún pueden verse en dichas paredes, vestigios de murales pintados por artistas renombrados de la época y que a pesar de encontrarse semiocultas por las manchas de lluvia y barro arrojadas por el viento que se cuela por las aberturas de los vitrales aún denotan una gran belleza, como la que se encontraba en la parte superior del altar, una impresionante pintura de Dios Padre en el cielo.
Sin puertas que opongan resistencia, las ráfagas frías del viento traspasan hacía el interior. Buscando refugio, Paquita se va arrimando, poco a poco, a las ruinas del altar mayor tratando de mantener el equilibrio cada vez que sus cascos se resbalan. El fogonazo de un relámpago ilumina por un instante el piso que se mantiene adornado por un mosaico de piedras y cristales abigarrados para crear figuras de rara belleza y que nadie recuerda quien fue el autor de tan magnifica obra pero que algunos lugareños afirman que se trató de un orfebre y escultor, maestro del mosaico muy reconocido en las cortes de Europa que abandonó fama y fortuna para terminar sus días como monje en un convento de Guadalajara.
Ya con el hambre apretándole, olisquea las maderas podridas amontonadas junto a uno de los muros, aunque no despreciaba ni los cardos del desierto, no fue mucho lo que había encontrado para alimentarse en el transcurso de su andar desde que fue abandonada, a duras penas se sigue manteniendo en pie y da gracias al cielo por haberse topado en su camino con aquellos benevolentes animales que le habían ayudado. Alguna vez, esas maderas con las que ella se ha topado y ahora convertidas en despojo pertenecieron al púlpito dorado que algunos fieles presuntuosos atribuían a Brunneschello. Han transcurrido muchos años desde el cierre de la mina y pocos recuerdan ya aquella magnífica obra de arte, transportada a lomo de mula a este perdido rincón del imperio gracias a la generosidad y la riqueza del difunto don Gonzalo.
Un púlpito cubierto anteriormente de ónix y ahora de muchas historias por contar; desde sus alturas célebres oradores hicieron oír sus voces sonoras a los devotos fieles que acudían cada domingo. Paca ha revuelto con el hocico los maderos apolillados en busca de algo para comer. ¡Nada! Con una resignación no muy propia de una burra joven, se vuelve hacia el centro de la nave principal, ajena a los querubines y profetas que pisotea. Glorias pasadas, lujos pasados, miserias pasadas...
Permaneciendo un momento inmóvil; absorta, parece contemplar el rayo de luz que encontró paso a través de una grieta en el techo para posarse sobre las alas doradas de un ángel que sonriente yacía tontamente sobre el piso. Con la escasa luz, también se han despertado los brillos ya casi opacos de los vitrales rotos sobre la cúpula. La sala se iluminó de repente con la majestuosidad de varios colores y de pronto una rara belleza parece cobrar vida en ese olvidado lugar, ella, atónita, mirando lo que sucede, se maravilla con todo ello, jamás había estado en un lugar semejante, bueno, de hecho para ella casi todo lo que ve a cada paso que da es novedad, sea allí o en el desierto, aunque con éste último ya se sentía familiarizada, pero esto es diferente, se siente acompañada por algo o alguien y no logra darse cuenta de quien o que era lo que había en el edificio.
Inquieta ante lo que estaba sucediendo, Paca sacudió la cola, caminando un par de pasos hacia el altar, resbalando, retrocedió bufando. A través del rayo de luz de una luna que aún no había sido cubierta por las nubes de la tormenta que venía, Paca pudo observar que sobre la pared del recinto se encontraba una figura con los brazos extendidos y sus manos y pies sangraban por algo que los sujetaba. En su cabeza, una corona de espinas producía el mismo efecto y la sangre resbalaba hasta sus ojos. Paca sintió mucha tristeza por el ser que ahí se encontraba; ella que había pasado varias penurias en el desierto, se encuentra de pronto consolando una figura que no le respondía. Identificándose con ella, le dijo que no se encontraba sola, que las dos se harían compañía.
Poco a poco el frío que Paquita sentía se fue haciendo menos fuerte; ella le contaba al nuevo conocido las cosas que había pasado desde que nació; de sus aventuras con su padre; de cómo la habían robado y luego abandonado en el desierto hasta llegar al lugar donde ahora ambas, ella y la figura que parecía tomar vida se reunían. Sus ojos no se apartaban de la mirada que le brindaba esta figura en la pared. La continua charla y el cansancio sobre todo, hicieron que lentamente, Paquita fuera cerrando los ojos y acurrucada debajo de la figura del Cristo se ha quedado dormida.

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