14.11.07

Capítulo 3.- Paca queda huerfana

El sol inclemente de finales de Julio se encontraba en su punto máximo y a toda su intensidad y el fatigado Don Pancho se daba cuenta que la sombra bajo sus pies había desaparecido por completo. Era hora de dar un merecido descanso a sus ya maltratados cascos que habían cruzado los cañones y caminos del desierto que cubre el norte Jalisciense. Largo y sinuoso ha sido el trayecto desde que dejaron la cueva que los había mantenido refugiados durante una larga temporada, y la presencia tan cercana de la manada de lobos hizo que Don Pancho emprendiera el camino a través de la Sierra Madre Occidental.
Paca, la pequeña burrita, ya caminaba mejor a pesar del defecto físico producto del esfuerzo que tuvo que realizar a la hora de su nacimiento. La naturaleza y la difícil circunstancia que rodeó su alumbramiento habían dictaminado que una de sus patitas traseras cojeara haciendo su trote un poco más lento que la de los demás animales de su especie. Don Pancho, como buen papá que era, esperó el tiempo prudencial para que ella le pudiese dar poco a poco fuerzas a sus ancas, tiempo que él utilizó para estudiar el terreno y saber hacia que lugar se dirigirían. A pesar del tiempo transcurrido en estos parajes y de los recorridos que a través de ellos ya había efectuado, el hecho de no ser oriundo de estos rumbos le impidieron tener idea clara de cuál era el mejor camino a seguir, por eso decidió averiguar entre los expertos de la zona.
A los Borregos Cimarrón les gusta mucho explorar las altas cumbres y son especialistas en escalar difíciles peñas y riscos, por eso conocen muy bien la topografía y lugares de la sierra. Para los habitantes del desierto, el Borrego es considerado como el más ilustre de sus conciudadanos debido a la cultura y su manera fina de hablar. Uno de estos ejemplares, elegante personaje quien había tenido roce con varias culturas de la zona y hablaba varios idiomas, sobre todo el de la cultura Náhuatl, fue al que Don Pancho se acercó una noche después de haber terminado sus rutas exploratorias, e hizo contacto con él para averiguar los pormenores del territorio en el que se encontraba y para solicitarle su consejo respecto a la dirección más conveniente a seguir. Ese Cimarrón, fue quien le narró a Don Pancho la existencia de los Huicholes que tiempo después serían trascendentales en su vida:
“Existe un poco más al oeste, enclavados en el espinazo de la Sierra, una variedad de animal que le gusta vivir en grupos grandes. Tienen unas costumbres extrañas pero por lo que he podido observar aman a la naturaleza. Tienen una forma de bailar y vestirse que provoca risa, sobre todo los machos que usan muchos adornos en sus vestiduras. Las hembras son más sencillas y se encargan de ponerle todos los accesorios a su pareja. Muchas veces me he acercado hasta sus manadas y me han tratado con mucho respeto. Al estar en contacto con su hábitat pude observar que sobre sus vestiduras dibujan animales como serpientes, venados, águilas, etc. y que para rendirle tributo a su Dios que está en el cielo, pintan su rostro y engalanan sus cuerpos con adornos de un brillo muy especial.”
Don Pancho se dio cuenta de inmediato que el señor Borrego le estaba describiendo a los seres humanos y comprendió que aquel caballero a pesar de su alta educación, al haber tenido una vida no tan apegada a los humanos como él la había tenido, no sabía diferenciar a los hombres de los animales. No quiso aparentar ser más inteligente que el amable cimarrón ni hacerlo quedar como ignorante, así que se limitó a darle las gracias por lo que le había contado y se dirigió a su cueva a descansar. Ahora Don Pancho tenía renovadas esperanzas, el día siguiente se presentaba lleno de promesas, pero primero debía realizar una tarea que le causaba mucha tristeza.
A la mañana siguiente, muy temprano, con un ramo de flores en el hocico, se dirigió a un lugar en donde se podía observar que la tierra había sido removida no hacía mucho tiempo. Sobre el punto se encontraban muchas flores, algunas nuevas, otras marchitas, y habían también piedras de colores que iban depositando los animales que reconocían lo que tal lugar contenía, y lo hacían cada vez que pasaban en las cercanías de ese sitio. Don Pancho se sentó sobre sus patas traseras y mirando en dirección del montículo dijo: “No quisiera abandonarte, amada mía, sabes que mi vida has sido tú y que hubiera querido morir a tu lado, pero nuestra Paca es pequeña todavía, necesita una oportunidad y aquí está en peligro. Debo partir, creo que por fin he encontrado el lugar donde nuestra hija puede crecer feliz. Yo ya no soy joven, me siento un poco cansado, algún día no muy lejano he de partir a tu lado y debo cumplir esta última tarea. Sé que los animales de la región te mantendrán contenta con sus regalos y que tú desde donde estés nos vas a estar mirando y protegiendo. Te prometo conducir sana y salva a nuestra hija hasta ese lugar del cual me ha platicado un culto morador de esta tierra en la que juntos, tu y yo, pudimos hallar nuestra soñada libertad.”
Con lágrimas en los ojos, acomodando solemnemente el lindo ramillete sobre la tierra que cubría el especial paraje, y con la promesa de que algún día estarían de nuevo juntos, Don Pancho abandonó a paso lento la tumba de su Shaka y partió en busca de Paquita para emprender el camino a través del desierto hacia aquel lugar prometido que le había narrado el Borrego sabio.
Todas estas vivencias venían en forma de recuerdos a la mente de Pancho mientras descansaba y veía a su hija recorrer el lugar como si sus energías no se agotaran. Como todos los niños de escasa edad, Paquita le preguntaba a su papá cuanto faltaba para llegar a aquel lugar al que se dirigían, y este con paciencia respondía lo habitual: “falta poco”, aunque en realidad él no sabía si había tomado el camino correcto o si su dirección había cambiado de sentido en algún punto. Él no era como el Borrego, no sabía de orientación, ni conocía la zona, solo su instinto le había guiado y a estas alturas ya ni en ello confiaba plenamente. El sol era severo y Don Pancho tenía miedo de haber llegado a algún lugar en donde corrieran el riesgo de morir de sed y hambre.
Ya su vista, en la cual también había tenido plena confianza en otras ocasiones, le estaba jugando bromas pesadas, varias veces durante esta parte de la travesía había visto surgir agua en el camino y al llegar a ella solo encontraba la seca y caliente arena del desierto, estos incidentes los intentaba disimular en la presencia de Paquita, pero en sus adentros ya sentía un poco de desesperación y se decía... “Sé fuerte, no le demuestres a la bebé lo que realmente sientes, avanza, avanza, ya no debe estar lejos el lugar que te platicaron, presiento que ya falta poco, no te desanimes ahora, hazlo por ella y por Shaka...”
Pero lo mismo le estaba sucediendo ahora, cree estar alucinando, ya que ha visto acercarse una figura que parece haber surgido detrás de una colina. Paca, emocionada, jalándole las orejas le ha dicho que se levante, pero el pobre Burro no puede atender sus llamados, está cansado, sus patas extenuadas yacen sobre la arena caliente, solo sus ojos con un aire de tristeza se mantienen clavados en su espejismo. Es una cara risueña, de tez quemada y ojos saltones que lo miran como haciéndole un análisis médico. El hombre raro tocando su frente, lo examina, y clavando algo en sus patas provoca que Don Pancho pegue un brinco y se ponga en pie dándose cuenta que su espejismo es real y que Paca, ya repuesta del cansancio, hace rato que bebe algo de la mano de otro de los hombres, el de más baja estatura, mientras da brinquitos a su alrededor con su característico salto, en actitud juguetona y de agradecimiento al ritmo de unas campanitas que él hace sonar. Ambas personas hablan en un lenguaje que Don Pancho no puede entender, esos hombres son muy diferentes en su aspecto y comportamiento a los que él había conocido anteriormente. Por la manera de vestirse él se ha podido dar cuenta que se parecen a los que había descrito el Borrego, y mirando al cielo, como buscando los ojos de su Shaka, esbozando una leve sonrisa exterior pero profundamente feliz en su interior, agradece el haber podido encontrar a estos integrantes de la tribu que estaba buscando.
Los indios Huicholes con los que Paquita y Don Pancho se encontraron esta tarde son comerciantes y se encargaban de llevar los utensilios que fabricaba su tribu hacia las otras tribus vecinas para así lograr el intercambio de cosas que necesitaban, como comida, pieles y otros artículos más de básica necesidad. Tanto el alto como el más bajo de los dos hombres vestían con un calzón largo de manta tejido en punto de cruz y una camisa larga abierta en la cintura amarrada con una faja o juayame. Llevaban una especie de pañoleta anudada al cuello que caía sobre su espalda y como toque particular un sombrero hecho de palma adornado con chaquiras y plumas que les protegía la cara del sol. Uno de ellos colocó por un momento uno de sus sombreros sobre la cabeza de Paquita y ella muy coqueta desfilaba ante sus ojos.
Sus carretas estaban llenas de artesanías como vasijas de barro cocido decoradas con detalles de varios colores, vestidos y cobijas de fibras de maguey y algodón, así como collares, brazaletes y todo tipo de adornos elaborados en plata. Esta mercancía que en su tribu era elaborada por las diestras manos de sus pobladores, habilidosos en el arte de la costura, el grabado pictórico, la alfarería, el tallado de piedras y el moldeo del metal, les servía para el trueque por harina, sal y carnes secas, ya que donde vivían la tierra no era muy productiva y la ganadería muy escasa.
Los indios Huicholes, al igual que casi todos los pueblos indígenas, se distinguían por su gran resistencia física, y cada mes recorrían un largo trayecto que comprendía decenas de kilómetros, desde las tierras de Guanajuato, Jalisco y Zacatecas hasta llegar a San Luis de Potosí, más exactamente hasta La Real de Catorce, en donde terminaban su travesía y regresaban al punto de partida trayendo consigo todo lo necesario para su pueblo, ellos sabían que en esa población sus mercaderías si eran apreciadas en su justo valor debido al conocimiento que allí se tenía de todo lo relacionado a la elaboración de productos artesanales, además de que la región aún conservaba gran parte de su apogeo basado principalmente en la abundancia del metal que ellos tanto apreciaban y del cual habían oído mencionar que dicha zona era la más rica de todo el mundo. Este recorrido lo habían hecho desde hace siglos aprovechando el camino que los conquistadores españoles habían trazado para la explotación de las ricas minas y que ahora se conocía como El Real Camino de La Plata.
Esta noche, a la hora de descansar, los viajeros decidieron recostarse y beber un extracto natural que los hacía entrar en trance para así curar los malestares producidos durante el viaje. Ellos aseguraban que de este jugo extraído de un cactus llamado peyote lograban encontrar las fuerzas del equilibrio que requerían para vencer sus miedos, quitar los malos pensamientos de los corazones y unirlos. Bebían tan placidamente, entregados al reposo, despreocupados, absortos en la limpieza y regeneración de sus mentes y cuerpos que no se percataron del peligro que acechaba a su alrededor.
Ocultos detrás de una colina se encontraban tres indios de la aguerrida tribu Chihimeca, muy conocidos y temidos por su rebeldía y por haber huido hacia las sierras para evitar la esclavitud por parte de los españoles, Esta tribu se estableció en esta zona inhóspita, quedando rezagados en varios lugares y aunque la mayoría ya había logrado adaptarse a los cambios, algunos aún hoy en día pretendían mostrar su falta de adaptación con el medio.
Aprovechando el estado de relajación en el que estaban inmersos los indios Huicholes, los tres Chichimecas se pudieron escabullir entre el asentamiento nocturno que aquellos levantaron y aprovechando la oscuridad y el hecho de que ya dormían profundamente se lograron apoderar de la carga y de todo lo que pudieron llevarse, incluyendo los animales, para así dejar a los Huicholes sin capacidad de poder perseguirlos y a merced del desierto. No bien habían logrado andar unos pocos kilómetros cuando uno de ellos se percató que la burrita, Paquita, no podía caminar tan rápido como esperaban y le advirtió al grupo que esto les traería problemas para huir con el botín, esto ocasionó que los indios, sin muchos miramientos, tomasen por decisión abandonarla a su suerte en mitad de la Sierra Madre.
Los rebuznos sollozantes de Paquita se escuchaban fuertemente por el desierto, pidiendo que no la separasen de su padre, atemorizada, suplicaba entre llantos.... “Papi, no me dejes, tengo miedo, me siento sola y no puedo correr igual que tú, me duele mi patita, papi no te vayas...”; Don Pancho, valeroso y tratando de volver con ella, se negaba a seguir caminando, decidido a no abandonar a Paquita y dispuesto a soportar azotes con tal de que también a él lo dejaran en el camino para de nuevo reunirse con ella y los Huicholes, se echó sobre la arena y se resistía a los jaloneos del indio que lo conducía, pero ante su renuencia lo amarraron y entre dos de ellos lo arrastraron. El trote rápido de los indios logró que poco a poco se dejaran de escuchar los llantos de la pequeña Paca y durante el resto del camino Don Pancho, vencido y sufriendo en su corazón, miraba al cielo pidiendo perdón a una de sus estrellas, la más brillante, por no haber podido mantener su promesa.
Paca, desorientada y temerosa, se quedó mirando por largo rato hacia el horizonte con la leve esperanza de ver aparecer la figura de su padre, ahora se encontraba sola y no sabía que rumbo seguir. Trataba de recordar lo que él le había explicado mientras recorrían el desierto. Muchas veces lo había escuchado decir que para salir de ese lugar deberían seguir la bola amarilla que se encontraba en lo alto del cielo y que brillaba intensamente durante su recorrido desde donde aparecía por las mañanas hasta el lugar donde se ocultaba por las tardes, le decía que él presentía que ahí donde se iba a esconder tendría que haber algo muy importante; recordando todo esto Paquita se quedó dormida, pero muy tempranito, apenas despuntado el alba, tras reconocer lo que creyó que entre sueños se le había presentado como imágenes sin sentido, ha emprendido nuevamente la marcha, ahora tras la enorme esfera que viaja como su guía sobre el cielo.

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