Erase una vez un cuentacuentos.
Su capacidad para inventar historias parecía infinita y tanto los grandes como los chicos le admiraban.
Se decía que jugaba con las mariposas de abril y cantaba al alba, con los loros. Que bailaba en las tardes y contemplaba largamente la pálida cara de la luna. Contaban los mayores que de niño había sido tocado por las hadas y cuando corría por los bosques, las criaturas nunca lo lastimaban.
Era un ser de gran belleza y linda presencia. Su sonrisa parecía la de mil luceros y sus ojos eran como la luz en medio de las noches con neblina. Su voz era como la tierra recién regada por la lluvia y el olor de los guayabales.
Su consejo servía de apoyo a muchos que no sentían que pudieran merecer la atención de los grandes sabios. Su respeto le hacía merecedor de consejos de los mayores. Los cuentos que ellos le contaban, él los atesoraba con amor y los convertía en miles de luciérnagas en las noches, mientras le contaba de su vida a la luna. Dicen que las estrellas le soplaban al oído sus historias.
Un día se instaló a contar un cuento en la plaza y no le salían las palabras. Se dió cuenta que no podía narrar ese cuento: no sería creíble para nadie. En su cara no habría la cantidad de certeza en que esa historia podría ser real, para poder narrarla y ser creída por todos.
Silenció su voz y cerró sus ojos. Pidió disculpas y se retiró. Todos quedaron boquiabiertos.
Por noches y días no pudo mirar a la luna. Se sentía avergonzado. Se creía soberbio y pensaba que su imaginación era sobrepasada por su ego y su deseo de ser reconocido siempre. Dejó de escuchar a las estrellas y las mariposas, las criaturas y la luna. Perdió todos sus cuentos y sus palabras.
Empezó a vagar más y más hacia las montañas. Un día tuvo la sensación, al despertar de un sueño, de que si encontraba a alguien que hubiera vivido esa historia, sería capaz de tener la credibilidad suficiente en su cara como para poder hacer que el público la creyera. Así que emprendió el camino. Se despidió de todos y, con la bendición de algunos y el desprecio de otros, se fue a buscar su propia certitud.
En cada parada, cada noche, hacía una reflexión sobre lo que había vivido, sobre lo que había sorteado y lo que la vida le había regalado. Pasaron muchas lunas y no encontraba nada como esta historia que él soñaba, ahora con más insistencia.
Años pasaron y llegó a una casita minúsucula donde pidió algo de comer o un refugio para pasar la noche. Los que allí vivían, un muchacho y su joven esposa, lo albergaron y le dieron de lo poco que tenían para comer. Y en silencio, logró palpar lo que aquellos dos seres se profesaban. Con los ojos se contaban todo su amor. Con sus manos tejían la dicha que los embargaba al saberse acompañados por aquel otro que los complementaba. Sus sueños, pensaban ellos, siempre que se apoyaran mutuamente podrían lograrlos. Eran jóvenes. Eran inexpertos. Eran infinitos. Eso era lo que él necesitaba. Allí estaba la prueba de que su cuento sí era real, sí era posible, sí existía.
Allí entendió que las estrellas, como siempre, se lo habían soplado en sueños y que ellas lo habían visto suceder muchas veces, en muchas partes. Esta era sólo una de esas. Se sintió avergonzado por dudar de la sabiduría de las estrellas y salió a contarle a la luna, atropelladamente, su ansia y su agradecimiento por su sabiduría infinita. Ella le sonrió, plena y blanca, tan baja que casi se la podía tocar.
El cuentacuentos regresó. Directo a la plaza se dirigió. Los niños corrieron a ver al forastero y los adultos se sentaron a escucharlo, como cuando eran niños. El, con los ojos brillantes como la luz que brilla en medio de las nieblas nocturnas y su voz de tierra mojada por la lluvia contaba la historia con la misma rapidez con la que la tierra cuelga los frutos de los guayabales.
El pueblo entero, mudo, lo escuchaba. Al final, se hizo un silencio sobrecogedor.
Y se escucho al cuentacuentos decir "y es que, por increible que parezca, el mundo es más vasto de lo que nuestros ojos ven y nuestras mentes entienden... y esto es absolutamente cierto!"
Escrito por Mafalda, en VeoVeo.blogspot