11.9.06

El espejo francés


Quizá nuestros abuelos recuerden cómo en su juventud, la manera de cortejar a la novia era a base de cartas dejadas en determinados lugares, pláticas a escondidas; pero en tiempos mucho más remotos las delicadas flores y coloridos listones constituían el misterioso y simbólico idioma de la galantería y el amor. Incluso al vestir con ropajes de determinado color se anunciaba a los no profanos diferentes estados de ánimo. El negro, como ahora, indicaba tristeza y luto. El rojo encarnado, majestad y grandeza. El blanco y rosa, inocencia, castidad y virtud. El verde, esperanza y libertad. El azul, celos y el morado, viudez.
Además, el llevar ramilletes de flores o portar alguna en el ojal del saco decía más que mil palabras.
Si era un caballero quien portaba un clavel rojo en la solapa, con ello decía: "Te amo, como rendido, galante y apasionado caballero". Si llevaba la flor del girasol, pedía con ella "una mirada de cariño". El narciso indicaba: "soy tu esclavo". La acacia, elegancia, finura y compostura.
Si la dama era quien peinaba sus cabellos o cobijaba con sus manos ramilletes de "pensamientos" decía al pretendiente con ello "te adoro como a un ser del cielo". Si era de siempreviva: "siempre vivirás en mi corazón. Al llevar una corona de rosas o gardenias blancas, indicaba que "yo también te amo". Los alhelíes eran el símbolo de la belleza durable. La anémona de perseverancia. La flor de la amapola, el consuelo. La azucena, la pureza. Y la pasionaria azul, el dolor amargo y creencia religiosa.
Una de las casas situadas en la primera manzana de la calle que nacía al costado sur de la parroquia ostentaba dos laboriosos barandales llenos de emplomados que resguardaban una amplia sala, en la que una lujosa araña de bruñido cristal, de doce velas, pendía del cielo raso pintado con maestría y gusto; elegantes rinconeras soportando costosos floreros; un brillante reloj de primorosa construcción marcaba las horas. En el centro, un excelente piano de cola, con elegantes incrustaciones y sobre él, un magnífico espejo francés de dorado marco. El terso teclado era pulsado hábilmente por dos manos pequeñas y torneadas. El espejo era contínuamente espiado por dos negros ojos, grandes y rasgados, de mirada melancólica que esperaban encontrar en él algo más que el reflejo propio. Luego, ante la desesperanza, las teclas del piano eran olvidadas, mientras que con tristeza, la dueña de tales ojos extraía una pequeña carta de su seno y la leía y releía mirando constantemente al espejo.

Dos años habían transcurrido ya desde que un jueves de Corpus se encontraran en una "jamaica". Aún recordaba con agrado esa "jamaica". Se habían improvisado a ambos lados de la calle, ligeras y pintorescas tiendas de flores y enramadas, donde las señoritas despojadas de sus elegantes vestidos de seda, vestían algún gracioso traje popular, vendían dulces, tamales, aguas frescas de frutas y atoles de leche a los concurrentes. Otras se fingían agentes de policía y conducían al amigo que gustaban a una ernamada prisión, donde las carceleras les ponían grilletes de olorosas flores.
En otros puestos vendían mole, chiles rellenos, sabrosas enchiladas, mientras que algunos músicos tocaban escogidas sonatas.
El la había sorprendido con su apostura, nunca lo había visto en Jerez, hasta esa tarde de Corpus, cuando ella atendía una de las vendimias de la "jamaica" (similares a las actuales kermesses").
Después, los encuentros eran aparentemente casuales. También recordaba cuando ella acudía a los oficios religiosos escondiendo dentro de su libro de Devociones de pasta labrada y luciente concha, adornado con manecillas de oro, un lazo pequeño, blanco, azul, amarillo y tornasolado, con el que discretamente le hacía saber a su enamorado que ella le correspondía, ya que él portaba un pañuelo azul y caña, con el que le pedía que se acordara de él y no lo olvidara.
La severidad de sus padres estaba acorde a la época, por lo que muy difícil para ellos era el poder demostrarse su amor oralmente. Todos los días en la sala de su casa aprovechaba el elegante piano de cola y por medio de él pretendía externar sus sentimientos. Sobre el piano había colocado un pequeño espejo ricamente enmarcado y convenientemente orientado hacia la calle.
Así, podía contentarse con la muda comunicación que podía tener con su amado, cuando este pasaba con discreción ante los barandales de la casona.
Por breves momentos se detenía, haciendo que su imagen se reflejara ante el espejo y le devolviera la celestial mirada de un apacible rostro. Las últimas vibraciones del piano expiraban, heridas las teclas por la delicada presión de los nevados dedos que llevaban ante el espejo un ramillete de flores de color rubí, diamante, turquesa, esmeralda y coral, con lo que indicaba "te adoro y me casaré contigo y seré fiel esposa". También el enamorado mostraba al asegurarse de que su iamgen era reflejada en el espejo, un botón de rosa con espinas y hojas, contestándole: "Temo, pero espero".
Diariamente se sucedían los breves encuentros amorosos platónicos, pues únicamente se complacían en la contemplación, en la admiración mutua y en la utilización del galante lenguaje de las flores, los colores, las cintas y las melodiosas notas del piano.

La tranquilidad provinciana que permitía que día a día se sucedieran estos pequeños detalles, con los que no se pretendía burlar la autoridad paterna, sino establecer un mundo íntimo, secreto y diferente, se vió bruscamente interrumpida por causas políticas.
Zacatecas fue despojado de su riqueza, al haber presentado resistencia a las absurdas disposiciones del General Santa Anna. Feruon desmanteladas las ciudades de Fresnillo, Sombrerete, Guadalupe y Zacatecas, aparte de que se le otorgó la autonomía a Aguascalientes. Anteriormente a esto, García Salinas había pedido la cooperación de todos los zacatecanos para repeler el ataque centralista, haciendo circular un bando donde se ordenaba que todos los vecinos se presentaran a tomar las armas, so pena de ser multados o encarcelados.
Muchos fueron los jerezanos que acudieron a tratar de ayudar para que el gobernante zacatecano mantuviera la estabilidad de la entidad; entre ellos el enamorado de la joven que tocaba todos los días el piano de cola.
Con lágrimas en los ojos ella leyó la breve nota que le habían hecho llegar, en la cual él le aseguraba su pronto regreso y entre otras cosas le decía:
"...Sé dichosa, con dulzuradigo yo, cual tierno amanteque te adora;y tu piano que murmurate responde en el instante:¡Sufre y llora!Y mi voz por valle y monteirá tu nombre enalteciendo,niña hermosa;y al pasar el horizontemarcha el eco repitiendo:¡Sé dichosa!Busca entonces el consueloen la imagen que el espejono refleja,y responde a mi desveloy al dolor que te importuna:¡Sufre y vela!.

Dos años y el espejo no reflejaba la imagen querida, ella vestía siempre delicados vestidos bordados de blanco y sobre cuyo pecho resaltaba un gracioso lazo tornasolado, en espera de que llegara el ser amado y demostrarle así que "su amor va más alla del sepulcro".
Las romanzas y sonatas que se escapaban del piano y de sus manos se oían cada vez más tristes, y más tristes estaban los ojos que buscaban inútilmente en el espejo francés una imagen muchas veces soñada. Entonces buscaba el consuelo -como él lo pidiera en su carta- en la imagen no reflejada por el espejo, y sufría y velaba...
Pronto las viejas murmuradoras la empezaron a señalar entre cuchicheos, cuando ella acudía a la cercana Parroquia a orar, como "la loca del espejo".
Dicen que un día los acordes del piano semejaron por breves momentos un himno de felicidad, que se interrumpió bruscamente al desplomarse ante el blanco y negro de sus teclas el cuerpo de quien se reuniera con quien había querido entrañablemente. Tal vez al fin el espejo francés se llenó con la imagen tantas veces esperada.
En la noche de los tiempos se pierde el destino de los dueños de esa finca, misma que se conocía como "la casa de la del espejo", nombramiento que con el paso de los años se hizo extensivo a toda la calle, que aún se conoce como "la calle del Espejo"

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