El Mandarín era grande y gordo, igual que su corazón: en él cabían todos los seres. Su esposa la mandarina era muy diferente: pequeña y hermosa, pero en su corazón sólo había sitio para ella.
El Mandarin quería mucho a su esposa y no veía lo pequeño que era su corazón, deslumbrado por su hermosa cara. Todas las tardes, paseaban por el huerto que rodeaba el palacio, lleno de naranjos, y cogían las naranjas más bonitas para merendar.
Una mañana, estaba la bella Mandarina paseando sola entre los árboles, cuando vio, junto a una tapia, a un mendigo que la miraba. (Pero no era un mendigo: era un mago disfrazado, que había oído hablar de la Mandarina y quería comprobar si era verdad lo que se decía).
Sin acercarse mucho, ella le dijo:
-¡Vete de mi jardín, o llamaré al Mandarin para que te eche!
-Bella Mandarina, tengo sed. Dame una de tus naranjas, por favor- le suplico el mendigo.
-¡Ni hablar! Mis naranjas son muy hermosas y tú sólo eres un viejo feo y sucio- contestó la Mandarina.
El mendigo le insistió: - Tu tienes muchas y sólo te pido una, aunque sea la más pequeña. Pero la Mandarina se negó y empezó a llamar a gritos al Mandarín.
Entonces, el mendigo se transformó en mago y, con su varita mágica sen la mano, le dijo:
- Para que aprendas a ser generosa, te convertiré en árbol y darás sabrosos frutos a cuantos pasen por el camino. Tu corazón se hará más grande y todos te querrán. Y la convirtió en un árbol pequeño lleno de naranjitas.
Cuando llegó el Mandarín, no encontraba a su esposa, la Bella Mandarina. Y pasó horas buscándola entre los árboles. Al caer la tarde, cansado y triste, encontró el nuevo árbol y pensó: “¿Qué hace este arbolito entre mis naranjos? ¿Y por qué sus naranjas son tan pequeñitas?
Cogió una fruta, la probó y su sabor dulce le recordó a su esposa. Desde entonces, cada tarde, paseaba hasta el arbolito, siempre cargado de frutas, y merendaba una de ellas, a las que llamó mandarinas en honor a su esposa, la bella Mandarina.
¡Y, aunque no os lo creáis, esto no es un cuento chino!