El Avila no se veía aún, pues el grosor de la niebla dejaba apenas entrever hasta algunos pasos. Desde hacía buen rato venían emergiendo como sombras detrás de la espesa cortina los arrieros que bajaban por el camino con sus acémilas tan cargadas que apenas le asomaban las orejas. Pronto se hizo un gran corro animado por voces quedas que sólo eran rumores mezclados con los sonidos de las bestias. Del fondo de la niebla del camino surgía un cántico leve que se oía con claridad porque venía del silencio de la montaña:
Caminito de Santiago
iba un alma peregrina,
una noche tan oscura,
que ni una estrella lucía;
La estrofa dejó un eco leve para luego desvanecerse sin que ninguna figura apareciera tras ella. En vano se esperó al caminante que bajaba con su canto. ¿Quién sería aquel que ahora callaba cuando ya estaba por aparecer tras la cortina de bruma? ¡Quién va ser! ¡Pacheco!, aclaró un arriero. Pacheco siempre bajaba cantando para que no le temblara la quijada y para infundir ánimo a sus burritos que jadeaban echando chorros de vapor. Apenas descansaba en San Luis para proseguir hacia San Jacinto donde tenía lugar predilecto junto a las jaulas de los vendedores de pájaros, frente a La Atarraya y otros ventorrillos donde estaban a la mano el vasito de berro o el de aguardiente de caña, remedios infalibles para aliviar el frío intenso que se había traído consigo desde Galipán y la cumbre del Avila, aires con los que ponía a temblar a pobres y ricos en este valle tan celebrado.
Aunque en su ruta desde San José, Pacheco iba entregando de su rural e inagotable cornucopia, entre saludos siseantes, su carga de colores o clientes predilectos, los burros siempre llegaban repletos de flores al mercado como si no hubiera cedido un capullo. Pero allí volaban todas de una vez como banda de mariposas sorprendidas, quitándole de pronto todo el peso al jumento, que se ponía a sonar sus cascos sobre el empedrado, alegre por sentir el lomo libre. Tan popular era Pacheco y tan famosas sus flores, que a los pocos minutos no le quedaba una azucena, ni un clavel, ni una rosa blanca para regalar a la moza que le sonreía al bajar las escalinatas del mercado. Cuando volvía, su montaña dejaba en la ciudad el frío que había traído para que, a las llamas del hogar, se acercaran los hombres en preparación para la temporada navideña.
Llego un año en que Pacheco no bajó más. Su figura campechana y sonriente ya no se vio asomar tras el velo de la niebla avileña. No se presentó más aquella figura tradicional tocada con sombrero de pelo de guama, con su vestimenta blanca y la ruana de ribetes de colores y su ristra de asnos cargados de flores de Galipán. Pero el frío y la niebla sí siguieron bajando como embajadora del sembrador de flores y de tradiciones caraqueñas. Desde algunos años, el ceño del Avila se ha fruncido, y en pleno diciembre nos manda enviones de nubes y de vientos, que antes llamaban ‘nortes’ y ahora vaguadas, despeñándose en aguaceros como para poner a prueba a los caracteres indoblegables.
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